Volver al pasado doloroso nunca es plato de gusto y regodearse en él es, como siempre me decía una amiga mía, como revolver la mierda: cada vez huele peor.

Aún así muchos hemos ido hasta allí para comprender y tratar de sanar nuestras heridas emocionales, y en muchos casos nos ha ayudado a perdonar y pasar página de determinadas situaciones. Nos ha liberado. Pero solo en cierta forma, me temo.

 

Lo que te dañó forma parte de una época que ya no está y dejarlo ahí para vivir el presente es inteligente, pero no basta con perdonar, ni tan siquiera basta con comprender por qué ocurrió.

 

Al menos a mí no me sirvió.  

 

En ese pasado tú estabas construyendo los cimientos de tu vida, las premisas sobre las que sustentarte a la hora de tomar decisiones, el concepto sobre ti mism@, sobre los demás y sobre el mundo. Y todo lo que ocurrió y el significado que le diste en su momento fue creando esa red de creencias y lenguaje interno que hoy, ahora, te acompañan. Repitiendo además acciones, comportamientos y  decisiones que fueron premiados en ese entonces con la aceptación de tu entorno y huyendo de las que fueron penalizadas con el rechazo y la indiferencia.

 

Así que puedes haber revisado tu pasado, haberlo revivido para entender y para perdonar, pero si no has buceado por el «programa mental» que eso creó, tus heridas solo están aparentemente cicatrizadas.

 

 

Aquí un retazo de mi historia:

Desde pequeña me sentí diferente. Comencé a leer casi al mismo tiempo que a hablar y a los 4 años leía perfectamente. Devoraba libros, me encantaba estudiar y era ultra sensible.

Todo ello era penalizado.

Los compañeros me veían, creo, como una listilla insoportable (esa era mi percepción) y los adultos me reprochaban mis «exageraciones» y mi «dramatismo». Y la cosa no mejoró mientras fui creciendo.

Durante años sentí que no encajaba y el miedo al rechazo se hizo tan parte de mi como mis propias manos.

Aprendí a adaptarme, a mimetizarme, a «normalizarme». Y adaptarse no es malo ¿no?

Pues sí que lo es cuando adaptarte significa anular partes de ti. Y yo las fui anulando. Para que me aceptasen, para que me quisiesen. Obtenía aprobación cuando me «normalizaba» y rechazo cuando sacaba la cabeza al mundo de formas diferentes. Incluso a algunos adultos les molestaba mi faceta de querer saber. Hace no mucho mi madre me contó que un profesor se quejó a ella cuando yo era niña porque no dejaba de hacer preguntas en la clase (¡le molestaba!)

Y vas aprendiendo a reprimirte. A no mostrarte. A rechazar tu forma de estar en el mundo.

En definitiva, todo lo que ocurrió creó un árbol de creencias como estas:

  • Hay algo que está mal en mí. No soy como los demás.
  • ¿Por qué me ha tocado la desgracia de sentir así?
  • ¿Por qué yo no puedo manejar lo que siento y los demás sí?
  • No sirvo, no puedo lograrlo.
  • ¿Qué puedo hacer para que me quieran y me acepte todo el mundo?
  • No merezco ser aceptada siendo como soy.
  • Si me rechazan es por mi culpa, puesto que yo soy la «rara»
  • Los demás son mejores que yo.
  • Solo me siento bien si me aceptan, si me quieren.
  • etc.

 

Ya podéis imaginar el tipo de decisiones que creencias así me han llevado a tomar.

Las premisas derivadas de esas creencias que sustentaban muchas de las decisiones de mi vida han sido algunas de estas:

  • Las necesidades de los demás estarán siempre por encima de las mías
  • Decir no es fallar al otro.
  • Haz todo lo que puedas y más
  • Fallar no es una opción.
  • ¿Cómo puedo ayudar a TODO el mundo que me lo pida? ¿Cómo puedo ayudar a todos los demás que no me lo piden también?
  • Procura no expresarte, sabes que no gusta.
  • No sobresalgas. Te harán daño.

 

El rechazo me provocaba tal dolor que evitarlo se convirtió en mi máxima. Evidentemente todo esto ha sido un proceso subconsciente (que he hecho consciente a través del coaching estratégico y las enseñanzas de la psicología adleriana) y se impuso como motor y guía de mi vida sin percatarme de ello.

Ha sido una lucha de titanes en mi interior.

Seguramente no necesito haceros una lista del autoconcepto que creé sobre mí misma, lleno de etiquetas nada halagüeñas que me repetí como un mantra durante una gran parte de mi vida. Aún sigo limpiándolo.

Y así fui dando un paso hacia delante y dos hacia atrás.

Imposible conseguir objetivos cuando dentro de ti hay semejante programa.

 

 

Lo increíble es que esto les llega a tus hijos/as. Directo.

No hace falta hablar de ello, ni que sepan que fue lo que pasó. ¡Que va! Eso no es lo que ellos perciben.

Lo que perciben es el programa mental. No importa si tú eres o no consciente, porque está ahí. Aparece cada día, cada minuto de tu vida en tus reacciones, en tus miradas, en tus decisiones, en cómo manejas tu vida y tus emociones, en lo que dices (y sobre todo en cómo lo dices)… No hace falta más.

Y a veces nuestr@s peques hacen la labor de espejos, y nos muestran en sus comportamientos, en sus decisiones, en sus miedos… lo que nosotros llevamos por dentro.

 

Por eso, sanar de verdad nuestras heridas emocionales es no solo un cambio exponencial para tu vida, es también ofrecer a nuestros hijos la libertad para crecer con un programa de vida más saludable.

 

TRABAJO PARA TI

Piensa en tu trayectoria de vida. Vuelve al pasado unos minutos y extrae las creencias que has estado formando sobre ti, sobre los demás y sobre el mundo.

¿Qué tratas de evitar por encima de todo después de tu experiencia? ¿Qué decisiones te ha llevado a tomar en tu vida ese dolor del que huyes? ¿Qué premisas sacaste de todas esas creencias que aún hoy están sustentando tus decisiones? 

¿Cómo crees que te está afectando? ¿Te permite lograr lo que anhelas? ¿Ves alguna de estas cosas en tus hijos/as?

 

@Ana Isabel Fraga 2017. Todos los derechos reservados.